martes, 19 de abril de 2016

Muerte

Dormíamos juntos para no pensar en nada más. Evadirnos, cumplir nuestra fantasía de morir por unas horas. Nada era real. Tu mirada perdida lo decía todo y no decía nada al mismo tiempo. El mundo ya no existía: era tu cabello negro, tus manos blancuzcas, tus labios y tu espalda; todo ello se deformaba en una espiral infinita acompañada de una risa hueca cuyo eco retumbaba en mi cabeza. Yo no era yo, sino tú. O quizá era un «tú» hecho «yo». Náusea y alegría. Moríamos lenta y deliciosamente. Mordí tus labios y no sentiste dolor alguno. Estrujaste mis cabellos con fuerza, pero no era sino una dulce caricia. Perdidos. Sin alma…o con todas las almas del mundo puestas en un solo receptáculo. El grito de todas ellas. Vida. Redención. Una bofetada, dos bofetadas…solamente reíamos. Todo era una muerte feliz. La cama, tus ojos, la puerta y  la lámpara se arremolinaban en una sola dimensión informe. No había distancias: «Tú» y «Yo». «Nosotros». Dolor sin forma, placer absoluto: asistimos a nuestro propio funeral y nos dirigimos unas cuentas palabras, celebrándonos. Morir contigo, aunque sea una falsedad. Terminamos. Despertamos. El mundo real nos dice que nuestra locura no puede pasar de unas horas. Te muerdo con un beso y me despido. El sol quema.