No
habías bebido en toda la tarde. Estabas notablemente fastidiada por el
ambiente, lleno de estruendo y murmullo. Te pregunté “¿Quieres que nos vayamos?”
y asentiste enseguida, con alivio. Salimos rápidamente, sin despedirnos y caminamos
durante diez minutos hasta tu casa. Ya era noche, aunque no tanto como para que
las calles estuviesen totalmente despejadas. Llegamos a tu departamento. De tan
ebrio que estaba no recuerdo cómo entramos, tan sólo recuerdo que empezaste a
besarme en el cuello y me dijiste: “voy por un toque, ¿quieres?”. Asentí,
sabiendo que el día de mañana me esperaba una resaca de proporciones
monumentales. Fuiste a la cocina, sacaste de la alacena un pequeño frasco de
vidrio y preparaste el porro. ¡Tienes una habilidad sublime para ello! Pusiste
un poco de música… Eric Clapton si mal no recuerdo. Nos sentamos en el sillón,
nos abrazamos y empezaste a contarme tus problemas en el trabajo, que tu novio
se había cogido a su secretaria y que tus padres se iban a divorciar. Yo, por
mi parte, te conté de la maestría, de mis quehaceres académicos y,
marginalmente, mis problemas familiares. Te conté de la vez que me dio un ataque
de pánico con LSD y reíste al mismo tiempo que me regañabas por probar dosis
demasiado altas. Entonces, llegó un momento de silencio. Clapton se fundió con
Thalía…te levantaste inmediatamente y buscaste a B.B. King: “ …I’m free from
your spell”…sonaba en tu iphone. Era tu forma de burlarte de mis traumas, de
mis fracasos. Me lo tomé con humor. Esa canción es como un himno sarcástico a
mi vida actual, ensombrecida por el etéreo recuerdo de YA-SABES-QUIÉN… “Es
curioso, ¿no?” – te dije- “ es curioso que desee tanto a alguien que apenas
conozco. Ni siquiera a mi ex le añoro de esa manera…” Sonreíste y me dirigiste
una mirada tierna. “ Si ella supiera todo lo que sientes podría reaccionar de
dos formas: o le daría una inmensa ternura o te acusaría de estar enfermo”-
replicaste. Tenías razón, me sentía patético. Me sentía como todo un perdedor,
un ñoño, un idiota ingenuo…un niño. “ Sí, eso es lo que más me molesta. Tengo
24 años y aún tengo sentimientos de adolecente.” Te volviste a sentar a mi
lado, me estrujaste el brazo y me dijiste al oído: “Yo sé que no eres un niño.
Simplemente… a veces eres lo bastante estúpido y te enculas demasiado. Ya sé te
pasará…”. Era fácil decir eso…la
realidad era otra. ¡Dios! Podría contar con los dedos de la mano las veces que
he hablado con ella, que la he visto…es completamente irracional, este no soy
yo! Pero a estas alturas ya nada de eso importa. Lo triste de todo esto es que
la he idealizado demasiado, al punto del ridículo. Lo trágico es que
seguramente ella es feliz con alguien, y yo aquí, pendejeando y
autosaboteándome por sentimientos tan necios.
Continuamos un rato más divagando sobre lo impotentes que nos sentimos y, de pronto, eran ya las dos de la mañana. “Olvidémonos, pues”. Apagaste el tercer porro y comenzaste a desvestirte. Yo hice lo propio. Ese colibrí de colores en tu coxis me encanta, siempre te lo he dicho. Sonaba “Waiting for someone or something to show you the way”… Pero el tiempo ahí ya no existía. Sólo desenfreno, desahogo. Del sudor, del jadeo, podrían escribirse mil versos, pero no hay nada como las heridas en la espalda causadas por la pasión de quienes se desean sin amarse.
Continuamos un rato más divagando sobre lo impotentes que nos sentimos y, de pronto, eran ya las dos de la mañana. “Olvidémonos, pues”. Apagaste el tercer porro y comenzaste a desvestirte. Yo hice lo propio. Ese colibrí de colores en tu coxis me encanta, siempre te lo he dicho. Sonaba “Waiting for someone or something to show you the way”… Pero el tiempo ahí ya no existía. Sólo desenfreno, desahogo. Del sudor, del jadeo, podrían escribirse mil versos, pero no hay nada como las heridas en la espalda causadas por la pasión de quienes se desean sin amarse.
Nos
desvanecimos. Eran ya las cinco. “ No quiero ir a trabajar, quédate”. Asentí
sin decir nada y nos acurrucamos. Hacía frío. Te pusiste tu playera y subiste
por una cobija. Al regresar, sonó tu teléfono: era tu novio. Después de una
breve discusión, colgaste y te acomodaste junto a mí, sin decir nada. De pronto
rompiste en llanto. “ Qué es lo que quiere? Por qué me hace eso? Por qué no me
deja en paz?” . No sabía qué decirte, francamente no me sentía en posición de
dar ningún consejo, menos amoroso… ya no pensábamos claramente. Nos quedamos
dormidos, en medio de aquél silencio tan sólo interrumpido por el ruido de los
carros en la lejanía. Había paz.
Nos
despertamos a las once. Llamé a mi casa. Preparaste café. Hacía mucho sol. No
queríamos vestirnos. Sólo queríamos quedarnos ahí, sin hacer nada. Quizás no
puede haber otra sensación más fuerte de vacío que después de una noche de
drogas y sexo. Era el pan de cada quince días.
Dieron
las dos de la tarde. Tenía que volver a mi casa para escribir un avance de
tesis. Tú tenías que planear tu clase del día siguiente. Nos vestimos más a
fuerza que por voluntad. Nos dijimos lo bien que nos la habíamos pasado, a
pesar de nuestras tristezas. Nos despedimos con un beso. Un beso que contenía
una tremenda amargura. “Nos vemos, Jorge. Cuídate y olvida.” Fueron tus últimas
palabras de ese día. Te agradecí.
A
fuera, caminé hacia el transporte público. Hacía mucho sol y las calles
quemaban. No había nada qué lamentar…