Querida:
Ignoro si debo arrogarme el derecho de dirigirme a usted como si fuera alguien cercano a mí. quizá, por el bien de los dos, debería guardar las debidas distancias, sobre todo después de nuestro último y desafortunado encuentro. Pero he aquí que, como cualquiera que tenga el mínimo de decencia, no puedo tratarle como a una extraña después de todo lo que ha pasado. La indiferencia fingida y la supremacía moral dejémoselas a los burócratas y a los sacerdotes.
Hace tiempo usted me dijo: " existen quienes nada ansían con más fuerza que la infelicidad, y tú eres uno de ellos." Me parece, con el debido respeto, que es lo más inteligente que le he oído decir. Realizó, de tajo, un diagnóstico certero de mi actual estado mental. Pero si usted me pregunta - como en su momento hizo- el por qué me aferro al torpe y agrio sueño del sufrimiento, seguiría sin saber qué responderle. Piense, si así lo desea, que es la vanidad de alguien que no reprime el impulso de querer provocar lástima o, incluso, que no soporta la idea de exponerse, tal cual es, a la realidad misma. Y acaso encuentre en esa argucia la razón de por qué quienes viven sufriendo se vanaglorian de sus pesares. Piénselo, digo, pero no crea que ha resuelto nada con respecto a mí. Porque, en lo que a mí concierne, el sufrimiento no es algo de lo cual se deba estar orgulloso, máxime cuando nos priva de los matices de la propia vida. No. No espere tampoco una explicación a mi comportamiento; permítame, primero, esclarecerme a mí mismo las razones. lo que sí puedo hacer es explicarle una sola cosa: el por qué de mi negativa.
Aquél día usted lanzó un dardo envenenado: "Deberíamos estar juntos. No entiendo cuál es la razón de tu indecisión". ¿Es que acaso pensaba que después de dejarle en claro mis intenciones cedería ante el tono irritado de su cuestionamiento? Y tuve razón en quedarme en silencio, pues enseguida su cólera - que vagamente presentía- se hizo presente: " Como veo, tienes suerte de que alguien quiera estar con un hombre tan dañado y que, lo quiera o no, trata a las personas como si no fueran nada." Hago explícita la irracionalidad de su demanda. Si usted estaba convencida de antemano del imbécil que tenía enfrente, ¿Cómo es que usted tuvo la ridícula idea de hacerme semejante proposición? La respuesta a todo este embrollo, me parece, es de lo más simple: usted no es lo que yo quiero. Preguntará, entonces, qué hay de los paseos, las noches y las palabras endulzadas: era una función de teatro, un capricho en el cual usted era el personaje principal. Ya ve la clase de idiota que usted quería. No importa, lo entiendo. De cualquier forma no le veo el sentido al hecho de guardar secretos entre nosotros pues, como usted bien sabe, son los secretos que se tienen entre ellos lo que define a los que se profesan el amor más puro.
No se equivoque, a usted le quiero. Y espero que tenga suerte mendigando cariño. A fin de cuentas, eso es lo que hemos venido a hacer a este mundo de canallas y malnacidos.
Nous ne sommes rien.
Con estima, R.