…notará
usted que no soy un hombre cuyo corazón se inflame fácilmente. Que no es la
belleza ni, mucho menos, el lujo efímero lo que hace que me pierda. No. Verá
usted: si algo tiene valor para mí, si existe verdaderamente algo noble en este
mundo de canallas, es el mérito de la inteligencia y la rectitud. Nada valioso
hay fuera de ello. Porque, ¿Qué valor tiene quien se sirve de un rostro bello
para grajearse la simpatía de quienes, en otras circunstancias, serían
indiferentes? Y más aún: el que la belleza sea tan apreciada por quienes jamás
han creado nada bello, nos da una buena idea de su carácter exterior cuando
elaboramos un juicio sobre alguien. Además, lejos de lo que se cree, la belleza
no le pertenece a nadie, no es su creación.
Por
otro lado, de dibuja el atractivo del lujo. No me refiero a la simple
ostentación de joyas o la banal presunción de riqueza material, sino al
despilfarro espiritual con el que las personas intentan llevar, grano por
grano, la cosecha de elogios a la oscura y ridícula caverna de su Ego. Cientos
de libros de filosofía, miles de libros de la más bella y compleja literatura,
diez idiomas aprendidos, mil sinfonías escuchadas…sólo falta el desprecio a la
austeridad del alma para esbozar la más alta de las banalidades. Quien cumple
con todo esto, nada tiene que envidar a los que se limpian el culo con papel de
oro simplemente porque pueden hacerlo. Ello constituye, si se me permite, la
vulgaridad suprema.
Por
sobre ello se levanta la inteligencia y la rectitud moral, pero aquélla debe
permanecer, para no degenerar, bajo el yugo de ésta. En efecto, la inteligencia
es plena obra de quien la posee, es la cosecha de un lento e infinito cultivo
de sí mismo y muestra, con toda su fuerza, la voluntad de desprenderse del
flujo natural de las cosas. Sin embargo,
cuando la inteligencia es poseída por alguien que no tiene bien asentada la
brújula de la rectitud, es fácil que ella devenga en lujo y banalidad; que se
hinche de tal modo que aquello que le parece no estar a la altura de sus
campos, carece de cualquier estima e interés, le toma como tierra infértil.
¡Cuántos no han perecido en la más absoluta de las soledades, sólo porque nunca
encontraron a alguien que cumpliese con sus introvertidas y ridículas exigencias!
Y es que tales personas viven bajo el supuesto de que el mundo debe ser medido
bajo la vara de su propia arrogancia: si viven en desgracia, es porque el mundo
no los ha merecido.
Pero
debemos tener compasión por semejantes creaturas. Después de todo, solamente un
dolor desmedido les ha podido llevar a tales extremos: un dolor infinito que
les impide tomarse enserio a nadie, un minúsculo y libresco recoveco construido
para guarecerse de lo angustiante de la vida es lo que han podido crear con tan
pocas fuerzas. Así suelen perecer, con una mente hinchada y un corazón
endurecido. O peor aún, vacío.
