viernes, 12 de junio de 2015

Un dolor infinito.


…notará usted que no soy un hombre cuyo corazón se inflame fácilmente. Que no es la belleza ni, mucho menos, el lujo efímero lo que hace que me pierda. No. Verá usted: si algo tiene valor para mí, si existe verdaderamente algo noble en este mundo de canallas, es el mérito de la inteligencia y la rectitud. Nada valioso hay fuera de ello. Porque, ¿Qué valor tiene quien se sirve de un rostro bello para grajearse la simpatía de quienes, en otras circunstancias, serían indiferentes? Y más aún: el que la belleza sea tan apreciada por quienes jamás han creado nada bello, nos da una buena idea de su carácter exterior cuando elaboramos un juicio sobre alguien. Además, lejos de lo que se cree, la belleza no le pertenece a nadie, no es su creación.
Por otro lado, de dibuja el atractivo del lujo. No me refiero a la simple ostentación de joyas o la banal presunción de riqueza material, sino al despilfarro espiritual con el que las personas intentan llevar, grano por grano, la cosecha de elogios a la oscura y ridícula caverna de su Ego. Cientos de libros de filosofía, miles de libros de la más bella y compleja literatura, diez idiomas aprendidos, mil sinfonías escuchadas…sólo falta el desprecio a la austeridad del alma para esbozar la más alta de las banalidades. Quien cumple con todo esto, nada tiene que envidar a los que se limpian el culo con papel de oro simplemente porque pueden hacerlo. Ello constituye, si se me permite, la vulgaridad suprema.
Por sobre ello se levanta la inteligencia y la rectitud moral, pero aquélla debe permanecer, para no degenerar, bajo el yugo de ésta. En efecto, la inteligencia es plena obra de quien la posee, es la cosecha de un lento e infinito cultivo de sí mismo y muestra, con toda su fuerza, la voluntad de desprenderse del flujo natural de las cosas.  Sin embargo, cuando la inteligencia es poseída por alguien que no tiene bien asentada la brújula de la rectitud, es fácil que ella devenga en lujo y banalidad; que se hinche de tal modo que aquello que le parece no estar a la altura de sus campos, carece de cualquier estima e interés, le toma como tierra infértil. ¡Cuántos no han perecido en la más absoluta de las soledades, sólo porque nunca encontraron a alguien que cumpliese con sus introvertidas y ridículas exigencias! Y es que tales personas viven bajo el supuesto de que el mundo debe ser medido bajo la vara de su propia arrogancia: si viven en desgracia, es porque el mundo no los ha merecido.

Pero debemos tener compasión por semejantes creaturas. Después de todo, solamente un dolor desmedido les ha podido llevar a tales extremos: un dolor infinito que les impide tomarse enserio a nadie, un minúsculo y libresco recoveco construido para guarecerse de lo angustiante de la vida es lo que han podido crear con tan pocas fuerzas. Así suelen perecer, con una mente hinchada y un corazón endurecido. O peor aún, vacío.