No puedo sino modelarte en
barro. Al sol de medio día quedarás dispuesta obscenamente en la longitud
eterna de un segundo. Tu rostro, henchido de idiotez, será la firme muestra de
la inutilidad, de la vacuidad malsana que encierra todo intento por comunicarnos.
Un rostro de indiferencia si así lo quieres. Ya tu voz ahogada, ya tu mirada yerta,
serán los vestigios del triunfo de la muerte sobre la vida. ¡No pretendo darte
siquiera un entierro digno! Porque al cadáver despreciable sólo se le arroja al
mar de la inmundicia o se le deja en el sepulcro gélido y sombrío de la
escritura. En cualquier caso, nada puedes hacer frente a la destrucción de tu
recuerdo: eres capital muerto. Y quizá, por designio de no sé qué dios oculto,
algún día desaparezcas definitivamente de la faz de mis dominios. Desaparecer
en un momento, al ritmo de la furia del trueno y sin dejar huella, sin dejar
siquiera el hedor del cuerpo agusanado; ese debe ser tu destino. Serás, al
final de la jornada, una forma vacía carente de todo contenido. Nada apuntará
hacia ti, ni la mirada afligida ni el lenguaje entenebrado. Serás un banal
vacío, un silencio, una omisión.