Te levantaste silenciosamente. Yo, aún perdido entre el sueño
y la vigilia, vi de reojo tu espalda desnuda. Recuerdo que me preguntaste
"¿Quién es ella?", y yo, al instante, reformulé la pregunta en
plural. "No hay nombres." Te dije secamente. "Sé que te aburres
conmigo" me contestaste con naturalidad. Era cierto. Pero fui tan cobarde
que no me atrevía a decírtelo; quizás porque estaba solo, quizás por hipócrita
condescendencia.
Fuiste a enjuagarte la cara, tardaste algunos minutos que me
parecieron horas. Aún tenía en mi boca el sabor amargo del tabaco y el alcohol
que, mezclado con el olor a ceniza, me provocó náuseas. "¿Me odias?",
te pregunté casi burlonamente. Te quedaste mirándome como quien mira algo
insólito. "Eres un hijo de puta, ¿sabes?" Lo sabía, aunque quería
creer que era sólo el momento, sólo para sentir que tenía algo de poder sobre
ti; deseaba creer en el carácter prescindible de tu presencia. "Eres como
un niño, te refugias en tu inteligencia para darte a ti mismo virilidad."
Eso fue lo más inteligente que te había oído decir. Ciertamente no eres mi
ideal de mujer ni, mucho menos, yo soy tu ideal de hombre. Simplemente estamos
solos. Tu con tu terca idea de formar una familia, yo con mi incapacidad de
olvidar y mi necia pretensión de aferrarme a una fantasía que sé muy bien jamás
se verá cumplida. "Debe ser muy bonita o muy inteligente. Nunca conocí a
alguien que se aferrara tan patéticamente como tú." Tenías razón, era
totalmente absurdo. Pero lo que no sabías era que las determinaciones de
"belleza" e "inteligencia" no se relacionaban con una disyunción.
No en ella. "Estás enojada, hablemos de otra cosa..." te dije
impaciente. Te sentaste al borde de la cama, te pusiste tu camisa negra con
cuadros blancos y mirabas la televisión...una mirada vacía: ciertamente no
querías mirarme. Pasaron dos minutos de silencio. De pronto te recostaste al
lado mía y me abrazaste. "Nunca tuviste la intención de estar conmigo,
¿no?". Eso no era del todo exacto. Más bien, no era mi intención tomarte
importancia. "Complicas demasiado las cosas, tu sabías que...". Me
interrumpiste haciendo un movimiento brusco e infantil con tu mano. Recostaste
tu cabeza en mi pecho, resignada. "No mereces a ninguna mujer. Eres tan
cínico que no te importa hacer sentir una mierda a los demás". Una vez
más, eso no era del todo exacto. "Sólo te digo la verdad. ¿O acaso te
gusta que te mientan?". Hiciste una mueca torciendo tus labios. "A
todo el mundo le gusta que le mientan." Algo de razón había en eso, pero
soy kantiano en ese respecto. Aunque sé que no sabes quién es Kant,
probablemente pensarías que es un cantante de rock alemán. "¿Cuánto
duraste con tu ex? ¿Tres años? " Me soltaste tal pregunta sin anestesia.
" Debió ser muy valiente para soportarte. O masoquista." Te volviste
a sentar al borde de la cama y cogiste tu pantalón. No sabía qué decirte,
tenías razón. " Y, ¿la otra? ¿Cómo te enamoraste de ella?" Sabía por
dónde iba todo. "No te incumbe. Me gusta y ya. Eso es todo." Te
empezaste a reír, como si hubiese dicho algo tan ingenuo, como si me
considerases incapaz de proferir la frase "Me gusta". "¡Vaya! En el fondo eres un cursi."
Tenían gracia esas palabras viniendo de ti. " ¡Mira quién habla! La
señorita "quiero formar una familia" " Me miraste divertida, te
recogiste el cabello y te pusiste la sudadera negra que llevabas el día
anterior. " Eres alguien extraño. Tienes algo que intoxica. No eres guapo
ni ciertamente alguien que llame la atención a la vista. Pero...no sé... hasta
en tu forma de ser un ojete eres especial. Eso atrae. Probablemente no quieres
estar conmigo porque no leo libros, porque me gusta estar en tiendas de ropa,
porque me gusta el pop y a ti tu música extraña. Porque cuando hablamos noto tu
desesperación, tu sensación de cansancio ante lo que digo. Y, sin embargo, yo
amo estar contigo, aunque no me prestes atención. Sé que estoy mal, pero créeme:
es la primera vez que me pasa." Yo no daba crédito a lo que oía, iba en
contra de todo lo que creía debía pensar una mujer del siglo XXI. Tu sinceridad
me cautivó, pero el contenido de tu honestidad me repugnaba. Y, en cierto sentido,
me causé asco a mí mismo. Me descubrí como un macho. Tuve ganas de vomitar. Me
quedé en silencio, mirándote. Me miraste con compasión, como sabiendo mi
pateticidad. Te causaba lástima. "Vamos a comer, tengo hambre." Me
dijiste abruptamente para romper la tensión. "Vamos", te contesté.
Poco después me dirías que ya no querías verme. Poco después sabría que un
fantasma o, mejor dicho, dos fantasmas me impedirían contrariarte. Saliste por
la puerta de aquél bar. Yo miraba mi reloj: eran ya las tres de la tarde.